jueves, 8 de octubre de 2009

Una bienvenida inesperada

“Clon” es el sonido exacto que hace un vaso de medio litro al estrellarse contra un cráneo humano. Esto es algo que nunca había oído hasta dos horas después de aterrizar en Dublín, y aunque no esperaba vivir una bronca irlandesa hasta que la noche hubiese avanzado un poco, como bienvenida fue bastante original...

Nada más soltar el primer “wha, güe…whawahawha… men?”, el taxista Mr. John Kelly nos demostró que el acento gaélico de la clase media baja dublinesa iba a ser indescifrable para nuestro inglés de bachillerato con seis años sin contacto de por medio. A pesar de ello, la conversación pareció fluir mínimamente cuando le indicamos la dirección del funesto Paddy´s Palace, lugar elegido para la pernoctación durante nuestra estancia.

Acostumbrados al “tonto el último” de Ryanair, los buenos de mis amigos me concedieron el honor de viajar como copiloto y así practicar un poco el idioma. Por el camino, DJ Kelly nos brindó una sesión de Dance maquinero a un volumen que impedía toda comunicación con los pasajeros de atrás, así que hasta que no conseguí explicarle que mi inglés era una basura y que no le estaba entendiendo una mierda el tipo no dejó de hacerme preguntas que en su mayoría se estaban quedando huérfanas de respuesta. Eso sí, cuando preguntó si la música sonaba demasiado alta todos coincidimos en afirmar que estaba perfecta.

Media hora después de esto, ya estaba enseñando el DNI a un portero del este europeo que se mordía el labio inferior a punto de golpear a un borracho irlandés tocapelotas. Tras entrar y ser pisoteados por todos los cuarentones ebrios del local, decidimos apurar nuestra primera Guiness y huir hacia otro lugar más de nuestro gusto y edad.

En el segundo y último bar de la noche todo parecía más gambitero. Shakira lo partía, la gente se cocía a conciencia y los italianos ejercían de crupiers repartiendo fichas a todo lo que se movía. Sin embargo, había sido un español con pinta de empollón el conquistador que nos sorprendió dándose el lotazo con un travestido en la barra del garito. Instantes después, cuando nos acercamos a por la última cerveza de la noche, el chaval ya vagaba solitario por la pista de baile con la mirada fija en el suelo como si se hubiese dado cuenta de algo inesperado.

Para nosotros, no sólo fue una sorpresa descubrir que el acompañante invertido no sólo no había desaparecido, sino que a pocos metros discutía acaloradamente con una hembra autóctona poco sobria. Pasado un momento, mientras nos aclarábamos con la terminología para hablar con los camareros (lager y dark) comenzó el espectáculo. Los vasos volaban, la gente gritaba y la sangre empezaba a correr, así que cogí mis dos cervezas, dejé a Manuel disfrutar de la pelea en primera línea y crucé la pista escuchando cristales romper contra el suelo. Sin que ningún charco de sangre fuese finalmente nuestro, el baile había concluido y esto fue la excusa para comentar la jugada con unos españoles que nos invitaron a pasar el resto de la noche en su casa.

Como de primeras no somos muy gorrones, pagamos quince eurazos por un par de botellas del tinto que un chinegro nos vendió para deleitar nuestros paladares con la lamentable cosecha sudafricana del 2009. Sin embargo, a pesar de ser el peor vino sudafricano que he probado en mi vida, los anfitriones debieron pasar por alto el detalle de la mala calidad de nuestra aportación y terminaron por invitarnos a la fiesta que tendría lugar en aquella casa durante la inesperada madrugada siguiente.