lunes, 8 de febrero de 2010

Emprendiendo en el patio del colegio

Siempre he sentido curiosidad por el proceso de establecimiento de modas de juego en el patio del colegio. Los cromos, las canicas, las chapas o la peonza iban cayendo todos los años pero nunca supe cómo ni quién decidía el momento en el que el material se quedaba obsoleto y ya no molaba una mierda. Seguramente sería una conspiración de los kioskos de alrededor del colegio o a lo mejor Felipe González también tuvo un Plan-e para que el gremio no se muriese de hambre... Bueno, que da igual.

Pues no debía de tener aún diez años y de aquella, entrados en el invierno la peonza desbancaba a los cromos en el patio del colegio. Así pues, mi hermano y yo nos presentamos en el kiosko con unos días de retraso y escoltados por nuestra madre fuimos con la ilusión de adquirir un arma bien puntiaguda para joder las peonzas de los demás.

Mientras el kioskero desplegaba su muestrario de peonzas volvió a sonar la campanita de la puerta. Otra madre entró con su hijo de unos cinco años y mientras se ponían a la cola detrás de nuestra indecisión la señora le decía al niño: "Bueno Marcos, yo si quieres te la compro pero, ¿estás seguro de que no quieres otra cosa?".

Después de mirar un momento los hermanos debimos de seguir a lo nuestro hasta que al final agarramos una peonza de pico de oro para cada uno. La mujer que nos la pagaba, de naturaleza cagona, no quería que corriésemos el riesgo de clavarnos una peonza con punta de lanza, así que nos resignamos a perder otra vez el derecho a venganza con todos esos cabrones a los que sí les compraban peonzas bien afiladicas. Sin embargo, a pesar de no entenderlo, creo que salíamos satisfechos, ya que al fin y al cabo tampoco era plan de quejarse y peor hubiera sido que nos obligase a trincar una con pico de garbanzo como la que seguro que se iba a pedir el enano de detrás...

Pero aquel niño no iba a por una peonza de pico de garbanzo, no. "Una Barbie, por favor".- Dijo aquella madre con tono decidido.

En ese momento, cuando mi hermano y yo nos miramos me pareció que se le salían los ojos por detrás de los cristales de las gafas. Luego, al notar que mi madre me apretaba fuerte la mano la miré y me sentí ciertamente taladrado por su mirada.

Al tener que reprimir nuestra reacción, salir de aquel lugar fue un gran alivio. Tenía muchas ganas de preguntarle a mi madre por qué a veces dos más dos no daban cuatro, pero el cabrón de mi hermano se adelantó y antes de dejarla responder soltó con cierta sorna: "Marcos, ese niño se llamaba como túuu..". De este modo, entendí finalmente lo bien que mi madre había hecho al no comprarme nada clavable.

Por cierto, creo que aquel emprendedor no consiguió establecer la moda de la Barbie en el patio del colegio, pero para tener cinco años el chaval tenía los huevos bastante gordos. Quién sabe si ahora le cabrán en unos pitillos de plastiquete.